La Orquídea
de Manchuria
Según el dicho, las mujeres más
hermosas de la China
venían de Shanghai. Pero las mujeres más hermosas de Shanghai, en la intimidad,
confesaban que las verdaderas bellezas chinas eran todas de Munkden. Munkden
era la capital de Manchuria, ese territorio indomable entre Rusia y Mongolia
donde supo estar la capital del imperio chino hasta que la mudaron al sur, a
Pekín, y comenzó la decadencia. En 1931, Japón había invadido Manchuria con la
idea loca de quedarse con toda China y crear un imperio panasiático. Parte
decisiva de ese plan era la propaganda, y herramienta básica de esa propaganda
era el cine. La orden del día era hacer películas que fascinaran a los
japoneses con China y fascinaran a los chinos con el invasor, y proyectarlas
hasta el cansancio en los cines de uno y otro lado. Era un engendro, al
servicio de otro engendro, pero en una de esas películas apareció una belleza
de Munkden cantando una canción llamada “Noches de Shanghai”, de la que se
enamoraron al instante todos los chinos y todos los japoneses de la época: hubo
un momento en que PuYi, el emperador títere, la tarareaba en la Ciudad Prohibida ;
Chang Kai Shek hacía lo mismo en las provincias nacionalistas, Mao en los
territorios ocupados por los rojos y hasta el propio Hirohito, al otro lado del
mar, sonreía al escucharla por la radio japonesa. El japonés que despreciaba al
chino, el chino que odiaba al japonés, el nacionalista que odiaba al comunista,
el comunista que quería barrerlos a todos, no había ninguno que no se
descubriera sonriendo beatíficamente al oír cantar a esa jovencita que los
chinos llamaban Li Xiang Lan, los japoneses Ri Ko Ran, y en sus documentos de
identidad, guardados bajo siete llaves, respondía al nombre de Yoshiko
Yamaguchi.
Su
acompañante en aquella película fue Kazuo Hasegawa, el actor más famoso de
Japón, que en el teatro kabuki hacía papeles femeninos y, en el cine, de galán.
En los descansos del rodaje, Hasegawa, como la gran dama de las tablas que era,
le enseñó a su joven partenaire a ser mujer. Yoshiko tenía dieciséis años.
Diagnosticada con tuberculosis, la habían mandado a aprender ejercicios de
respiración con una soprano rusa que recaló en Mukden huyendo de los
bolcheviques. La soprano le descubrió talento para el canto y le enseñó a
desarrollarlo, tal como Hasegawa le enseñó la femineidad: simplemente haciendo
aflorar lo que ella tenía adentro. Los ojos de Yoshiko eran de un tamaño casi
insultante; no parecía ni típicamente china ni típicamente nipona. Para hacerla
más misteriosa y atrayente, las autoridades habían preferido silenciar que era
nacida en Japón, de padres japoneses llegados a Munkden cuando ella era pequeña
(de ahí su nombre verdadero). Yoshiko fue Li Xiang Lan para los chinos y Ri Ko
Ran para los japoneses durante toda la guerra, y sólo se salvó después de ir a
la horca por colaboracionista, porque la ley china no podía juzgar por traición
a una extranjera.
Cuando
llegó a Japón en 1946 creyó que su vida estaba terminada, pero uno de sus fans
llamado Akira Kurosawa la puso en una película (El ángel ebrio, con Toshiro
Mifune), Samuel Füller la vio e hizo lo mismo en otra película, que fue a
filmar a Japón (La selva de bambú, con Robert Stack) y Hollywood anunció el
advenimiento de una nueva Madame Butterfly: sus puertas y las de Broadway se
abrieron para ella y Japón la recibió como su hija pródiga. Ni siquiera les
importó que se hubiera cambiado el nombre a Shirley Yamaguchi (“Siempre amé a
Shirley Temple”), porque anunció otra noticia al volver: iba a casarse con el escultor
Izamu Noguchi. Era el matrimonio perfecto para el nuevo Japón. Noguchi era el
otro hijo pródigo recién llegado a la maltrecha patria. De padre japonés pero
criado por su madre soltera en Estados Unidos, luego discípulo de Brancusi en
París, Noguchi había encontrado la manera de unir la tradición milenaria
japonesa con el arte moderno y volvía a Japón para hacerlo, empezando por el
memorial a Hiroshima. El casamiento fue transmitido por televisión, Noguchi
quiso una ceremonia a la antigua, diseñó él mismo hasta los kimonos y después
se llevó a la novia a una casa de doscientos años, a vivir como se vivía en el
viejo Japón. Duraron un suspiro: hasta que el proyecto de Noguchi fue rechazado
por el comité de Hiroshima y Shirley se cansó de hacer de esposa japonesa entre
paredes de papel, sin calefacción ni electricidad.
Su
carrera en Hollywood nunca alzó vuelo, en Broadway pasó lo mismo: debut y
despedida con el fallido musical Shangri-la. Yo-shiko dejó de ser Shirley y
juró que nunca volvería a actuar (así como había jurado, diez años antes, nunca
volver a cantar “Noches de Shanghai”). Pero no pudo con su genio: en los años
’60 le ofrecieron conducir un programa de TV. Se iba a llamar “Es un mundo raro
y Yoshiko Yamaguchi nos informa de él desde la línea del frente”. Iba a las
tres de la tarde, para amas de casa japonesas, pero eran los ’60: el mundo era
Vietnam, las revueltas estudiantiles, los luchadores por la libertad. Micrófono
en mano, desde el lugar de los hechos, Yoshiko lograba con su invulnerable
candor confesiones que ningún otro periodista era capaz de obtener. La pasaron
a horario central, entrevistó a Khadafi en Libia, a Arafat en Palestina, a Kim
Il-sung en Corea, logró que una campesina vietnamita dijera a cámara, delante
de un yermo incinerado por napalm: “Hace cientos de años que los extranjeros
tratan de conquistar nuestra tierra. Para nosotros no hay diferencia entre
ellos. Esta es la tierra de nuestros antepasados. No-sotros permaneceremos.
Ellos se irán”. Sólo la voz que había cantado “Noches de Shanghai” era capaz de
decir al aire en la televisión nipona: “Los japoneses debemos aprender de
nuestro pasado y estar del lado de nuestros hermanos asiáticos contra los
agresores extranjeros”.
Cuando
la echaron de la TV
entró en política, llegó al Parlamento, duró tres períodos seguidos como
diputada hasta que se retiró para crear el Fondo de Reparación de Mujeres
Asiáticas, un proyecto que puso los pelos de punta al mismo tiempo a feministas
y reaccionarios en Japón, Corea, China y Taiwan. Yoshiko salió a pedir
donaciones, el dinero era para dar a todas aquellas mujeres que durante la
guerra habían sido “personal de consuelo”, es decir esclavas sexuales del
ejército japonés en China. Sólo unas trescientas mujeres se atrevieron a
recibirla. Yoshiko entregaba personalmente las reparaciones. Le tocó ir a
China, adonde nunca se había atrevido a volver. En la ceremonia de entrega
empezó pidiendo perdón a los chinos por su pasado, pero una de las ancianas que
iba a recibir la reparación la interrumpió para referir un episodio que había
visto con sus propios ojos cuando era “personal de consuelo”: luego de un
combate con rebeldes chinos había quedado un tendal de soldados japoneses
malheridos que hubo que subir a un tren en el que viajaba la Señorita Li Xiang Lan.
Los heridos fueron acumulándose en cada espacio, era un coro atroz de lamentos
y aullidos de dolor, ya era de noche y en el tren no había luces. De pronto,
avanzando entre los cuerpos tirados, con una linterna sostenida con ambas manos
contra el pecho y apuntándose a la cara, La Orquídea de Manchuria recorrió un vagón tras otro
hasta calmar a todos cantando “Noches de Shanghai”.
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