De Homero Manzi palabras en prosa poética que publicara el 6 de mayo de 1948 en el periódico Línea
Alguna vez, alguien que sea dueño de fuerzas geniales tendrá que realizar el ensayo de la influencia de lo popular en el destino de nuestra América para, recién entonces, poder tener nosotros la noción admirativa de lo que somos.
Esta pobre América, que tenía su cultura y que estaba realizando tal vez en dorado fracaso su propia historia y a la que de pronto, iluminados almirantes, reyes ecuménicos, sabios cardenales, duros guerreros y empecinados catequistas ordenaron: “¡Cambia tu piel! ¡Viste esa ropa! ¡Ama a este Dios! ¡Danza esta música! ¡Vive esta historia!”
Nuestra pobre América, que comenzó a correr en una pista desconocida, detrás de metas ajenas y cargando quince siglos de desventajas. Nuestra pobre América, que comenzó a tallar el cuerpo de Cristo cuando ya miles y miles de manos afiebradas por el arte y por la fe, habían perfeccionado la tarea en experiencias luminosas. Nuestra pobre América, que comenzó a rezar cuando ya eran prehistoria los viejos testamentos y cuando los evangelios habían escrito su mensaje; cuando Homero había enhebrado su largo rosario de versos, y cuando el Dante había cumplido su divino viaje.
Nuestra pobre América, que comenzó su nueva industria cuando los toneles de Europa estaban traspasados de olorosos y antiguos alcoholes; cuando los telares estaban consagrados por las tramas sutiles y asombrosas; cuando la orfebrería podía enorgullecer su pasado con nombres de excepción; cuando verdaderos magos, seleccionando maderas, concavidades y barnices, sabían armar instrumentos de maravillosa sonoridad; cuando la historia estaba llena de guerreros, el alma llena de místicos, el pensamiento lleno de filósofos, la belleza llena de artistas, y la ciencia llena de sabios. Nuestra pobre América a la que parecía no corresponderle otro destino que el de la imitación irredenta.
Todo estaba bien hecho. Todo estaba insuperablemente terminado.
¿Para qué nuestra música?
¿Para qué nuestros Dioses?
¿Para qué nuestras telas?
¿Para qué nuestra ciencia?
¿Para qué nuestro vino?
¿Para qué nuestros Dioses?
¿Para qué nuestras telas?
¿Para qué nuestra ciencia?
¿Para qué nuestro vino?
Todo lo que cruzaba el mar era mejor y, cuando no teníamos salvación, apareció lo popular para salvarnos.
Instituto de pueblo. Creación de pueblo. Tenacidad de pueblo.
Lo popular no comparó lo malo con lo bueno. Hacía lo malo y cuando lo hacía, creaba el gusto necesario para no rechazar su propia factura y, ciegamente, inconscientemente, estoicamente, prestó su aceptación a lo que surgía de sí mismo y su repudio heroico a lo que venía desde lejos.
Mientras tantos, lo antipopular, es decir, lo oculto, es decir lo perfecto rechazando todo lo propio y aceptando todo lo ajeno, trataba esa esperanza de ser, que es el destino triunfador de América.
Por eso yo, ante ese drama de ser hombre del mundo, de ser hombre de América, de ser hombre argentino, me he impuesto la tarea de amar todo lo que nace del pueblo, todo lo que llega al pueblo, todo lo que escucha el pueblo.
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