SÁBADO,
22 DE FEBRERO DE 2014
SE CUMPLEN HOY 75 AÑOS DE LA MUERTE DE ANTONIO
MACHADO
Una honda palpitación del espíritu
El poeta sevillano murió el 22 de febrero de 1939 en
Colliure, Francia, “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la
mar”, con el corazón desgarrado por el exilio, mientras España se consumía en
la barbarie fascista.
El dolor tatuado en su
rostro envejecido y el corazón desgarrado por el exilio. La pena pudo más aquel
22 de febrero de 1939 –hace exactamente 75 años–, cuando Antonio Machado murió
en Colliure, Francia, en una habitación de un hotelito de Bougnol-Quintana,
“ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar” –presagio de un
poema de Campos de Castilla– mientras España se consumía en la barbarie
fascista. En uno de los bolsillos de su abrigo se encontró lo que sería su
último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia...”. Quizá se estaba
despidiendo de ese patio de Sevilla o del huerto claro donde madura el
limonero. Tal vez jugaba la última moneda verbal que le quedaba: recordar los
momentos de belleza y felicidad. Dos días después, en el mismo cuarto, moría
también su anciana madre. La sepultura del poeta en esa localidad francesa
pronto se convirtió en el memorial más concurrido por el medio millón de
republicanos que pasaron derrotados la frontera, con quienes Machado compartió
el destino hasta el final. Que sean momentos de múltiples homenajes,
conferencias, exposiciones y lecturas de sus poemas no responde tanto a la
vigencia o al valor de su obra, sino más bien a una necrofilia literaria que
consiste en sacralizar con una intensidad formidable a los escritores muertos.
Si la poesía, “una honda palpitación del espíritu”, podría ser interpretada
como el diálogo de un hombre con su tiempo, la tumba en Colliure, que sus
huesos sigan allí, es la inscripción más dramática de un diálogo pendiente con
el pasado.
Sevilla lo vio nacer –el 26 de julio de 1875– en el seno de una
familia de la burguesía media, liberal y progresista. Tenía ocho años cuando se
trasladó a Madrid, donde luego estudió en la Institución Libre
de Enseñanza. El inicio del siglo XX lo vivió en París –viajó para reunirse con
su hermano Manuel–, donde trabajó como traductor en la editorial Garnier. En la
etapa inicial que comprende Soledades (1903) y Soledades. Galerías. Otros
poemas (1907), los poemas de Machado se deslizan bajo la órbita del modernismo
y del simbolismo francés. Prevalece un tono intimista asediado por la
nostalgia. Aunque nunca se extinguió la llama de lo introspectivo y esa red
simbólica típicamente machadiana –el viajero, el camino, la fuente, la luz, la
tarde, las abejas, las moscas y las galerías, entre otros elementos–, adoptó
otro itinerario en Campos de Castilla (1912), publicado el mismo año en que
murió su mujer Leonor Izquierdo –una experiencia tan trágica como decisiva en
el curso de su vida y de su obra–; un libro que lo posicionó como miembro
tardío de la Generación
del ’98. “El adjetivo y el nombre / remansos del agua limpia / son accidentes
del verbo / en la gramática lírica / del hoy que será mañana / del ayer que es
todavía.” Forma, musicalidad y rima, sin llegar a ser menospreciados, no
constituyen lo más relevante para un poeta que se inclina, claramente, a favor
del verbo.
Los exquisitos textos en prosa que empezó a bosquejar en los años
’20 se integrarían a ese inagotable artefacto filosófico-literario que es Juan
de Mairena (1936), uno de los heterónimos utilizados por Machado. Cuánta tela
para cortar hay en estas páginas zumbonas, irónicas, bajo el formato de
recomendaciones, consejos, sentencias y donaires de un apócrifo profesor de
retórica y poética, un tanto alérgico al barroquismo y al culto de lo
enrevesado, aficionado a entablar conversaciones sobre tópicos que van de la
poesía a la filosofía, de la moral a la política. “Aprende a dudar, hijo, y
acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y
confunde al creyente”. A veces impera una pátina de presunta seriedad
metafísica: “Sólo en el silencio, que es, como decía mi maestro, el aspecto
sonoro de la nada, puede el poeta gozar plenamente del gran regalo que le hizo
la divinidad, para que fuese cantor, descubridor de un mundo de armonías. Por
eso, el poeta huye de todo guirigay y aborrece esas máquinas parlantes con que
se pretende embargarnos el poco silencio de que aún pudiéramos disponer”. Es el
arte de pulsar cuerdas para inventariar posibles “tonos”:
–A usted le parecerá Balzac un buen novelista –decía a Juan de
Mairena un joven ateneísta de Chipiona.
–A mí sí.
–A mí, en cambio, me parece tan insignificante que ni siquiera lo
he leído.
Este Machado filosófico –en la pendiente de lo “herético”– no está
escindido del poeta. Probablemente haya sido menos transitado, obturado por la
conjunción del énfasis por lo apócrifo y la mascarada humorística, en
confluencia con la canonización de una zona de su obra y su ideario político.
Al inicio de la Guerra
Civil permaneció en Madrid para apoyar la legalidad
republicana. León Felipe y Rafael Alberti intentaron convencerlo de que debía
salir hacia Valencia, como lo había hecho el gobierno de la República. Los
franquistas ya habían fusilado a Federico García Lorca en agosto de 1936.
Después de una segunda visita, comprendió que no tenía más alternativa que
marcharse. Estuvo en la localidad de Rocafort desde noviembre de 1936 hasta
marzo de 1938, período que coincidió con la publicación de veintiséis artículos
en el diario La Vanguardia ,
por entonces órgano de expresión republicana. La inminente ocupación de
Barcelona, segunda escala de un éxodo que parecía interminable, marcó el
principio del epílogo. Tras unos días en Raset (Girona), pasó su última noche
en España, entre el 26 y 27 de enero, en Viladasens. Después cruzó la frontera
y llegó, finalmente, a Colliure el 28 de enero de 1939.
“Es frecuente pensar que los ingentes de la Historia , para
aparecérsenos como tales, han necesitado el transcurso de muchos años y que,
sin la perspectiva del tiempo, nos sería difícil verlos –se lee en La guerra
(1936-1937)–. Esto es cierto –en parte– porque toda visión requiere distancia.
Pero no podemos aceptarlo como verdad absoluta, sin exponernos al peligro de
dejar pasar estos hechos sin reparar en ellos, incapacitándonos para verlos más
tarde con lejanía. Muchos pretenden cegar para no ver el incendio, y piensan
que podrán más tarde describirnos sus vivas llamas merced al análisis de las cenizas.
No. Nuestro deber de hoy es ver lo actual como podamos, y pintarlo como lo
vemos, sin que nos apesadumbre el pensar que otros pudieran verlo mañana mejor
que nosotros. No olvidemos tampoco que los ojos futuros cegarían para estos
hechos, si nuestros ojos se hubieran empeñado hoy en no verlos.” Volviendo a
Juan de Mairena –que advertía que no se limitaba a un “esnobismo de papanatas
que aguarda la novedad caída del cielo, la cual sería de una abrumadora vejez
cósmica”– como complementario o contrario de Machado, el otro en su propio
espejo, resulta significativa una estrofa del poema “El Dios Ibero”, en Campos
de Castilla, instancia bisagra para detectar el embrión de lo apócrifo como
crítica y deconstrucción de la historia: “¡Qué importa un día! Está el ayer
alerta/ al mañana, mañana al infinito,/ hombres de España, ni el pasado ha
muerto/ ni está el mañana –ni el ayer– escrito”.
(...)Muchos pretenden cegar para no ver el incendio, y piensan que podrán más tarde describirnos sus vivas llamas merced al análisis de las cenizas. No. Nuestro deber de hoy es ver lo actual como podamos, y pintarlo como lo vemos, sin que nos apesadumbre el pensar que otros pudieran verlo mañana mejor que nosotros. No olvidemos tampoco que los ojos futuros cegarían para estos hechos, si nuestros ojos se hubieran empeñado hoy en no verlos.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario