La alegría de pedir perdón a un pollo
un artículo de Santiago Alba Rico
Comer o no comer es la cuestión central de la vida humana en su dimensión animal, pero también en su anclaje antropológico y cultural. La necesidad de alimentarse y la violencia sobre la que se asienta la reproducción biológica se ve acompañada, corregida, expiada y dignificada por toda una serie de prácticas y ceremonias destinadas a convertir el hambre en un vínculo social. El hambre es violencia y saciarla mata. Comemos para no morirnos pero comiendo introducimos la muerte y nos deslizamos hacia ella como pedaleando; y no hay mucha diferencia entre comerse una manzana a mordiscos -con los dientes afilados y las mandíbulas apretadas- o un cordero clavado en un espetón. Alimento y mortalidad anudan el destino de las criaturas sublunares; nos alimentamos de nuestro hermano gemelo o siamés, caníbales de nosotros mismos, y cuando hemos terminado de comer nos morimos. La sobra de ese festín se llama “cadáver”.
A veces incluso el marxismo ha comprendido mal que si comer es necesario, lo importante -porque es lo propiamente humano- es comer con alegría y en compañía. Como comer es violencia es imprescindible mostrarse agradecido: se ha discutido mucho sobre las razones profundas del “sacrificio”, presente en todas las sociedades “antiguas”, pero es difícil no relacionar esa práctica con la culpabilidad y la gratitud. La fuente de toda riqueza es la naturaleza, nos recordaba Marx, y eso implica la aceptación por parte del ser humano de la predación -más o menos directa o sofisticada- como único medio de supervivencia. Inscribir la cosecha y la caza, y enseguida la propia ingestión de alimentos, en un aparato ceremonial un poco teatral es, si se quiere, una muestra de cortesía. Todo sacrificio es al mismo tiempo expiación y celebración. Sería una falta de respeto muy grande matar un pollo y comérselo con asco y sin alegría. Sólo los fanatismos religiosos -como maniqueos o cátaros en la antigüedad- trataban de suprimir por completo la violencia y la muerte enquistadas en la alimentación y por eso comían poco, sólo verduras y a veces llegaban al extremo de dejarse morir de inanición a fin de sustraerse a los ciclos violentos de la reproduccion. Para ellos comer no era una celebración sino un funeral y sólo lo hacían a regañadientes y de mal humor, con una culpabilidad y desprecio que trasladaban a sus víctimas, las manzanas y las berenjenas, atrapadas en la oscuridad criminal de la naturaleza.
Pero comer con alegría -ese acto de expiación y celebración- es inseparable del hecho de comer en compañía. Separarse de la naturaleza para humanizarse implica, como quería Platón, compartir la comida, convertir la ingestión de alimentos en un acto social y cultural: el famoso “banquete”, átomo de todo contrato social, mediante el que los humanos se declaran recíprocamente, mientras se comen juntos unas lentejas o un asado, que no se van comer unos a otros. Todas las sociedades nacen de la decisión normativa (comer o no comer) de excluir de su dieta ciertos objetos o criaturas: el primero de esos objetos -condición misma de la vida social- son sus vecinos. Comer despacio, en compañía y conversando entraña la renuncia al canibalismo; y por eso nada se considera más atroz desde el punto de vista de la hospitalidad que asesinar a un comensal (como hace a menudo la mafia) mientras está sentado a una mesa. Sólo los fanáticos religiosos comen solos, deprisa y atribulados y esta triple disposición, que ellos consideran espiritualmente superior, en realidad los separa de la humanidad y los asimila a los animales, los cuales comen apartados, a toda velocidad y con temor.
El arte culinario o gastronomía es la prolongación histórica de los sacrificios antiguos. Combina expiación, agtradecimiento y celebración y nace de la rutina humanizadora de los pueblos, que no quieren comer cualquier cosa ni de cualquier manera. Como dice Chesterton, puede haber buenas razones para no comer carne (hoy, por ejemplo, los estragos ecológicos y sociales de la industria cárnica) pero hay un cierto fanatismo, muy irrespetuoso al mismo tiempo con la naturaleza y con las clases populares, en las dietas vegetarianas del occidente capitalista: los ricos -decía el genial católico inglés- se prohiben por clasismo todo aquello que los pobres no pueden comer por falta de medios. No hay ningún mal, sino todo lo contrario, en sacrificar un pollo los domingos, cocinarlo con cariño y convertirlo en el centro de un gran homenaje cósmico a los pollos y a la paz social y familiar. Los pollos y los humanos saldrían, sin duda, ganando.
El capitalismo ha eliminado la práctica saludable del sacrificio al convertir la comida en mercancía industrial. El acto colectivo de pedir perdón, dar las gracias y rendir alegremente homenaje a un puerco ha sido sustituido por la ejecución vergonzante de los animales, a escala de holocausto, en mataderos industriales. No es raro que la sociedad más aséptica, la más higiénica y la más presuntamente “espiritual” de la historia sea también la más despreciativa y amenazadora para la naturaleza. Nos horrorizamos porque un niño mata una libélula mientras olvidamos con toda tranquilidad, y aceleramos y multiplicamos por eso mismo, la violencia sobre la que se asienta nuestra supervivencia social e individual. Comer con calma, con alegría y en compañía -con la conciencia de esa violencia sagrada- es un acto embrionalmente anticapitalista.
Digo esto porque acabo de leer la noticia (titulada de modo elocuente “el fin de la comida”) de un joven estadounidense, ingeniero informático en Silicon Valley, que ha inventado un alimento artificial en polvo, el Soylent, pensado para sustituir “el 100% de nuestra alimentación” mejorando además nuestra salud (pues no contiene, dice su creador, “nada que no debamos comer”). Chesterton sin duda retaría a duelo a este jovenzuelo pretencioso que considera perdido el tiempo de la comida, que sólo se preocupa del contenido calórico y preoteínico del alimento y que considera un gran progreso humano comer solo, deprisa y pendiente de otra cosa. Alguien podría pensar, en cualquier caso, que el Soylent es un producto emancipador y hasta socialista, pues podría alimentar a millones de personas que hoy se mueren de hambre. Pero no. El socialismo -lo que quiera decir eso- no consiste en “dar de comer” cualquier cosa y de cualquier manera sino en establecer las condiciones mínimas para una comida festiva y común. La humanidad querría comer carne, al menos los domingos; pero si no puede comer carne prefiere comer hierbas con un poquito de sal y pimienta, en torno a un caldero, recordando a los héroes, dando gracias a los árboles, sustituyendo -al menos durante un rato- el canibalismo por la alianza y hasta la fraternidad y el amor. Rob Rhinehart, el inventor del Soylent y el propio Soylent, son típicos exponentes del fanatismo religioso que lleva en su seno el capitalismo, un capitalismo que -como el propio fanatismo religioso- convierte a los seres humanos en animales: bien porque, matándolos de hambre, los obliga a disputarse a muerte una bellota, bien porque los apremia a comer como si fueran perros: deprisa, solos y de mal humor. La gastronomía y el banquete -es decir, el sacrificio alegre y compartido- siguen siendo hoy, como hace tres mil años, las partículas elementales de la cultura humana, entendida también como intercambio equilibrado y respetuoso con la naturaleza. Eso no basta sin duda para garantizar un mundo mejor; pero sin esa alegría social todo será, como proclama el propio Chesterton para definir el capitalismo, “expansión del desierto”.
Artículo publicado en Rebelión
Comer o no comer es la cuestión central de la vida humana en su dimensión animal, pero también en su anclaje antropológico y cultural. La necesidad de alimentarse y la violencia sobre la que se asienta la reproducción biológica se ve acompañada, corregida, expiada y dignificada por toda una serie de prácticas y ceremonias destinadas a convertir el hambre en un vínculo social. El hambre es violencia y saciarla mata. Comemos para no morirnos pero comiendo introducimos la muerte y nos deslizamos hacia ella como pedaleando; y no hay mucha diferencia entre comerse una manzana a mordiscos -con los dientes afilados y las mandíbulas apretadas- o un cordero clavado en un espetón. Alimento y mortalidad anudan el destino de las criaturas sublunares; nos alimentamos de nuestro hermano gemelo o siamés, caníbales de nosotros mismos, y cuando hemos terminado de comer nos morimos. La sobra de ese festín se llama “cadáver”.
A veces incluso el marxismo ha comprendido mal que si comer es necesario, lo importante -porque es lo propiamente humano- es comer con alegría y en compañía. Como comer es violencia es imprescindible mostrarse agradecido: se ha discutido mucho sobre las razones profundas del “sacrificio”, presente en todas las sociedades “antiguas”, pero es difícil no relacionar esa práctica con la culpabilidad y la gratitud. La fuente de toda riqueza es la naturaleza, nos recordaba Marx, y eso implica la aceptación por parte del ser humano de la predación -más o menos directa o sofisticada- como único medio de supervivencia. Inscribir la cosecha y la caza, y enseguida la propia ingestión de alimentos, en un aparato ceremonial un poco teatral es, si se quiere, una muestra de cortesía. Todo sacrificio es al mismo tiempo expiación y celebración. Sería una falta de respeto muy grande matar un pollo y comérselo con asco y sin alegría. Sólo los fanatismos religiosos -como maniqueos o cátaros en la antigüedad- trataban de suprimir por completo la violencia y la muerte enquistadas en la alimentación y por eso comían poco, sólo verduras y a veces llegaban al extremo de dejarse morir de inanición a fin de sustraerse a los ciclos violentos de la reproduccion. Para ellos comer no era una celebración sino un funeral y sólo lo hacían a regañadientes y de mal humor, con una culpabilidad y desprecio que trasladaban a sus víctimas, las manzanas y las berenjenas, atrapadas en la oscuridad criminal de la naturaleza.
Pero comer con alegría -ese acto de expiación y celebración- es inseparable del hecho de comer en compañía. Separarse de la naturaleza para humanizarse implica, como quería Platón, compartir la comida, convertir la ingestión de alimentos en un acto social y cultural: el famoso “banquete”, átomo de todo contrato social, mediante el que los humanos se declaran recíprocamente, mientras se comen juntos unas lentejas o un asado, que no se van comer unos a otros. Todas las sociedades nacen de la decisión normativa (comer o no comer) de excluir de su dieta ciertos objetos o criaturas: el primero de esos objetos -condición misma de la vida social- son sus vecinos. Comer despacio, en compañía y conversando entraña la renuncia al canibalismo; y por eso nada se considera más atroz desde el punto de vista de la hospitalidad que asesinar a un comensal (como hace a menudo la mafia) mientras está sentado a una mesa. Sólo los fanáticos religiosos comen solos, deprisa y atribulados y esta triple disposición, que ellos consideran espiritualmente superior, en realidad los separa de la humanidad y los asimila a los animales, los cuales comen apartados, a toda velocidad y con temor.
El arte culinario o gastronomía es la prolongación histórica de los sacrificios antiguos. Combina expiación, agtradecimiento y celebración y nace de la rutina humanizadora de los pueblos, que no quieren comer cualquier cosa ni de cualquier manera. Como dice Chesterton, puede haber buenas razones para no comer carne (hoy, por ejemplo, los estragos ecológicos y sociales de la industria cárnica) pero hay un cierto fanatismo, muy irrespetuoso al mismo tiempo con la naturaleza y con las clases populares, en las dietas vegetarianas del occidente capitalista: los ricos -decía el genial católico inglés- se prohiben por clasismo todo aquello que los pobres no pueden comer por falta de medios. No hay ningún mal, sino todo lo contrario, en sacrificar un pollo los domingos, cocinarlo con cariño y convertirlo en el centro de un gran homenaje cósmico a los pollos y a la paz social y familiar. Los pollos y los humanos saldrían, sin duda, ganando.
El capitalismo ha eliminado la práctica saludable del sacrificio al convertir la comida en mercancía industrial. El acto colectivo de pedir perdón, dar las gracias y rendir alegremente homenaje a un puerco ha sido sustituido por la ejecución vergonzante de los animales, a escala de holocausto, en mataderos industriales. No es raro que la sociedad más aséptica, la más higiénica y la más presuntamente “espiritual” de la historia sea también la más despreciativa y amenazadora para la naturaleza. Nos horrorizamos porque un niño mata una libélula mientras olvidamos con toda tranquilidad, y aceleramos y multiplicamos por eso mismo, la violencia sobre la que se asienta nuestra supervivencia social e individual. Comer con calma, con alegría y en compañía -con la conciencia de esa violencia sagrada- es un acto embrionalmente anticapitalista.
Digo esto porque acabo de leer la noticia (titulada de modo elocuente “el fin de la comida”) de un joven estadounidense, ingeniero informático en Silicon Valley, que ha inventado un alimento artificial en polvo, el Soylent, pensado para sustituir “el 100% de nuestra alimentación” mejorando además nuestra salud (pues no contiene, dice su creador, “nada que no debamos comer”). Chesterton sin duda retaría a duelo a este jovenzuelo pretencioso que considera perdido el tiempo de la comida, que sólo se preocupa del contenido calórico y preoteínico del alimento y que considera un gran progreso humano comer solo, deprisa y pendiente de otra cosa. Alguien podría pensar, en cualquier caso, que el Soylent es un producto emancipador y hasta socialista, pues podría alimentar a millones de personas que hoy se mueren de hambre. Pero no. El socialismo -lo que quiera decir eso- no consiste en “dar de comer” cualquier cosa y de cualquier manera sino en establecer las condiciones mínimas para una comida festiva y común. La humanidad querría comer carne, al menos los domingos; pero si no puede comer carne prefiere comer hierbas con un poquito de sal y pimienta, en torno a un caldero, recordando a los héroes, dando gracias a los árboles, sustituyendo -al menos durante un rato- el canibalismo por la alianza y hasta la fraternidad y el amor. Rob Rhinehart, el inventor del Soylent y el propio Soylent, son típicos exponentes del fanatismo religioso que lleva en su seno el capitalismo, un capitalismo que -como el propio fanatismo religioso- convierte a los seres humanos en animales: bien porque, matándolos de hambre, los obliga a disputarse a muerte una bellota, bien porque los apremia a comer como si fueran perros: deprisa, solos y de mal humor. La gastronomía y el banquete -es decir, el sacrificio alegre y compartido- siguen siendo hoy, como hace tres mil años, las partículas elementales de la cultura humana, entendida también como intercambio equilibrado y respetuoso con la naturaleza. Eso no basta sin duda para garantizar un mundo mejor; pero sin esa alegría social todo será, como proclama el propio Chesterton para definir el capitalismo, “expansión del desierto”.
Artículo publicado en Rebelión
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