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jueves, 4 de abril de 2013

Sobre las creencias



Ver para creer... leer, mejor dicho, para ... : texto del diario página 12 / 4-4-13




PSICOLOGIA › SOBRE UN CONOCIDO MECANISMO RENEGATORIO
“Ya lo sé, pero...”
 Por Daniel Braun - Psicoanalista.

En su artículo “Ya lo sé, pero aun así”, Octave Mannoni estudia los problemas que nos plantean a los psicoanalistas las creencias: un analizante consulta a un brujo, otro va a un curandero, muchos simplemente leen, con mayor o menor credulidad, los horóscopos. Junto con otros fenómenos más sutiles, las creencias son un tema que nos concierne más fuertemente de lo que aparenta una consideración superficial. En “Fetichismo”, el artículo de 1927, Freud examina la cuestión de la creencia, dando precisión al término verleugnung, que se suele traducir por renegación: cuando el niño descubre que la niña no tiene pene, repudia ese dato de la realidad, para poder conservar su creencia en la existencia del falo materno. Pero esta creencia sólo podrá ser conservada al precio de una transformación radical: la conserva, pero también la abandona, mantiene frente a ella una “actitud dividida”. Una creencia puede, por lo tanto, ser abandonada y conservada a la vez; la Verleugnung del falo materno es el primer modelo de todos los repudios de la realidad y es el origen de todas las creencias que sobreviven al desmentido de la experiencia. Su expresión en el habla, dice Mannoni, ocurre por medio de las llamadas locuciones concesivas: por ejemplo “ya lo sé, pero aun así...”.
Mannoni examina un fragmento de un libro sobre los hopis, un pueblo amerindio, para estudiar su creencia en las máscaras, y las transformaciones que ésta experimenta. Esas máscaras se llaman katcina y son utilizadas por los adultos, en cierta época del año, para engañar a los niños, asustarlos, simular deseo de comerlos. Los niños, aterrorizados, son rescatados por sus madres, que dan a los katcina trozos de carne, a cambio de lo cual los niños reciben de ellos albóndigas de maíz, rojas (piki). El narrador, un hopi, relata que una vez vio a su madre cocinando albóndigas, y que fue grande su conmoción al comprobar que, en lugar del habitual color amarillo del maíz, éstas eran teñidas. “Por la noche no pude comer, y cuando los katcina distribuyeron los regalos, me negué a aceptar el piki que me ofrecían. Sin embargo, el piki que me daban no era rojo, era amarillo. Eso me hizo feliz.” Es decir, el narrador, gracias a la astucia de su madre, conserva la creencia, coexistiendo con el juicio “mamá me engaña”. Más tarde, alrededor de los diez años, atraviesa las ceremonias de iniciación: durante las mismas los adultos, padres y tíos se despojan de las máscaras, revelan su identidad, produciendo de nuevo conmoción en el niño, al ver a sus mayores bailando la danza de los katcina. En especial, gran indignación al ver entre ellos a su propio padre.
Los hijos sostienen las creencias de los padres, plantea Mannoni. Toda creencia necesita otro que la sostenga. En La novela familiar del neurótico, dice Freud que cierta clase de neuróticos fracasan en la tarea, tan necesaria como dolorosa, de liberarse de la autoridad de los padres. Según el Diccionario de la Real Academia, autoridad puede significar tanto “poder que gobierna o ejerce el mando”, como “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. María Moliner lo dice de manera más interesante: “Atributo del gobierno y personas que lo representan (...) atributo semejante que tienen otras personas, por razón de su situación, de su saber o de alguna cualidad, o por el consentimiento de los que voluntariamente se someten a ella”. Sostener la creencia de otro puede ser dar por cierto un saber que el otro dice poseer y, por eso mismo, otorgarle poder, someterse, obedecer.
Mienten pero...
En el divertido cuento “Los padres mienten” del escritor español Juan José Millás, el protagonista relata un recuerdo infantil: su hermano mayor lo despierta una noche para revelarle un secreto, le anticipa que papá y mamá en breve le dirán, como a todos los niños a esa edad, que los Reyes Magos son los padres, pero le recomienda que no les crea: “Los reyes existen, sólo que los padres no saben el modo de explicar su existencia”.
Una larga complicidad previa entre ambos, hecha de travesuras y secretos compartidos, cierta igualdad, cambia bruscamente poco más tarde, cuando la madre confirma la revelación del hermano mayor, comunicándole solemnemente que los reyes son los padres. Aleccionado por su hermano, el protagonista no lo cree, pero finge hacerlo: el riesgo, según el consejo fraterno, es parecer un chico raro y ser enviado al psicólogo. A partir de ese momento, la escritura de la consabida cartita a los Reyes Magos empieza a ser, por supuesto, clandestina. Más tarde desiste también de discutir con sus compañeros: “Mi hermano también me había dicho que ni se me ocurriera, que me tomarían por loco”.
Los consejos del hermano, erigido en líder de la pequeña masa fraterna, de esa masa de dos, cobran entonces el valor de órdenes, con los consecuentes riesgos en caso de desobediencia: ser considerado raro o tomado por loco. Continúa el cuento relatando que fue en el funeral de su hermano cuando recordó esa “historia fantástica”; el olvido ha hecho su trabajo, pero la muerte trajo el recuerdo de la historia. Finaliza de este modo: “Aunque también es cierto que, una vez instalado en el mundo de los adultos, comprobé que mentían tanto y de manera tan gratuita, que no sería raro que mi hermano llevara razón y que también hubieran mentido en esto. Este año, como todos desde aquella época, les escribí una carta clandestina (en mi casa ya no creen en los Reyes ni mis hijos) y me han traído de nuevo todo lo que les pedí”.
Una fuerte ambigüedad recorre el párrafo: diagnóstico subsidiario o comprobación accesoria, la creencia ha sido abandonada, pero también subsiste en la duda sobre la verosimilitud del hermano, materializada en la carta clandestina redactada puntualmente todos los años. El fracaso en liberarse de la autoridad de los padres, al que alude Freud, reviste aquí la forma de un desplazamiento, que implica la obediencia al hermano mayor. En este cuento, el narrador ubica con precisión el origen de las órdenes sugestivas, pero es frecuente que la obediencia sea inadvertida, quedando señalada sólo por alguna marca, por ejemplo la clandestinidad de la carta: su escritura podría ser sólo un juego repetido todos los años, pero la clandestinidad la señala como heredera del secreto que caracterizaba esa zona de la relación entre los hermanos. Es parte de nuestro trabajo escuchar esos indicios y preguntarnos: ¿cuál es el goce en juego?, ¿a quién obedece el sujeto que sostiene una creencia, que ya lo sabe, pero aún así...?

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